Hay películas que empiezan por un final y hay otras que por un principio, pero hay muy pocas que empiezan por un principio y un final a la vez, y “El curioso caso de Benjamín Button” es una de ellas. Donde vivo existe una frase tradicional, “El principio es el final”, que parece resonar con insistencia en cada plano de esta película y en el fino oído de su director, como un diapasón que le va sugiriendo la correcta afinación a lo largo de toda la obra.
Y es que David Fincher viene demostrando desde el principio de su carrera una precisión de relojero, a la hora de articular unos relatos que se convierten en impecables mecanismos programados para esconder su mayor secreto hasta el final, y abrirse y sorprender en el momento justo. Un Alien, un psicópata, la verdadera naturaleza de un juego, Tyler Durden y Jodie Foster se protegen en sus películas en las habitaciones físicas y mentales más ocultas, esperando el instante más oportuno para golpear al espectador. Así fue hasta “Zodiac”, donde rompió con ese esquema ya desde la elección misma de un guión basado en unos sucesos reales cuyo desenlace era de sobra conocido por el público, de tal forma que se impedía desde el principio la posibilidad de revelar la identidad de lo escondido y provocar el clímax final.
En esa ocasión, trasladaba el centro de atención de lo oculto al proceso mismo de su investigación, lo importante ya no era tanto el objeto de estudio como las implicaciones que éste condiciona a su alrededor y la propia naturaleza del relato fílmico frente al reto de dar cohesión a tal cúmulo de información fragmentaria.
Un logro que supuso, a mi entender, un salto cualitativo que la convierte en una de las obras fundamentales de lo que llevamos de S.XXI, capaz de actualizar en la confusión de hoy día, los hallazgos de títulos tan significativos como lo fueron “A sangre fría” y “Todos los hombres del presidente” en las décadas de los 60 y 70.
Así que cuando se anunció su adaptación del cuento de Francis Scott Fitzgerald, “El curioso caso de Benjamín Button”, todo parecía indicar un nuevo giro, aún más inesperado, ¿cómo podía pasar de la novela periodística de vanguardia al relato fantástico-romántico de toda la vida? Y es que Fincher no sólo sorprende en el interior de sus películas, sino también fuera de ellas como lo demuestra la naturaleza de sus nuevos trabajos: con “La red social” vuelve a un acontecimiento real de gran repercusión y muestra claramente el interés y la atenta mirada de este director a la hora de observar y analizar las fuerzas y debilidades de la sociedad contemporánea, algo que ya estaba presente en sus anteriores trabajos como contexto necesario donde desarrollar la acción. Y si los rumores se confirman, parece que continuará con “Heavy Metal” una colaboración en un film colectivo de animación, “The Girl with the Dragon Tattoo” un remake del comienzo de la saga “Millennium” y con “Pawn Sacrifice” otro análisis psicológico de un enfrentamiento real con trasfondo social, ¿Quién da más?
Desconozco las motivaciones que impulsan a David Fincher a la hora de seleccionar sus proyectos, pero ya sea por cuestiones económicas, contractuales o artísticas, en mi opinión siempre ha conseguido imprimir su sello personal, crecer como un cineasta cada vez más versátil y dotar a cada uno de ellos de valores cinematográficos apreciables, independientemente de que, como ocurre en la mayoría de la cinematografías, no todos alcancen el mismo nivel de calidad.
En “El curioso caso de Benjamin Button”, nuestro director sabe adaptarse a esta clase de realismo mágico con honestidad, desde el principio nos presenta por un lado la extraordinaria naturaleza del protagonista, quedando así libre para ir revelando la sensibilidad y las enseñanzas que se desprenden de su singular vida, y por otro lado la del relato, un cuento narrado en primera, segunda y tercera persona. Tres narradores en esta historia única que bien podrían ser tres historias, una que va naciendo junto a otra que va muriendo y que se cruzan para dar a luz una tercera que lee entre líneas la suya propia.
No nos engaña en ningún momento, allí donde otros sólo nos quieren “contar un cuento”, él nos revela la verdad que subyace en los cuentos de toda la vida, de toda una curiosa vida; se muestra consciente de las posibilidades del género y se aprovecha de ellas como contrapunto para poner de manifiesto facetas de la condición humana difíciles de explorar desde la perspectiva tradicional.
Nuestro hábil relojero pone en marcha su nuevo artilugio, incorpora un reloj especial llamado Benjamin cuyas agujas se mueven en sentido contrario al habitual, pero es que esta vez no se trata de medir el tiempo, sino de darle sentido, así que al abrir su tapa descubrimos también el mecanismo de una preciosa cajita de música en la que vemos elevarse y crecer una bailarina llamada Daisy que gira de izquierda a derecha. Dos seres que avanzan en doble y contrario sentido, pero en la misma dirección, si no ¿como podrían encontrarse y qué sentido tendría entonces su vida?
Dos formas de latir, una bailarina al compás del tic tac y un reloj al ritmo de tac tic, dos latidos que buscan fundirse en el mismo corazón de la película, anularse y detener el tiempo por un instante, la búsqueda eterna del arte, la batalla perdida a la que queremos siempre arrebatar un momento y habitarlo para siempre, robarle a la vida un fotograma imborrable en la retina del tiempo.
Podría intentar descifrar y traducir en palabras como ha conseguido el director no sólo que todo encaje, sino que no te enteres de qué, de cuándo, de cómo y de por qué encaja… podría seguir analizando el deslumbrante dominio técnico de todo el aparato que rodea esta película, hablar de genialidad o quizás como Benjamín, tan sólo responder con las mínimas palabras para no estropear la intensidad del momento, pues el secreto reside ahí: en la sensibilidad necesaria para captar la emergencia de la emoción y sostenerla en la contención de los gestos, cuidando exquisitamente el tiempo interno de cada plano, sin armar las secuencias, sino armonizándolas, mimando hasta el último detalle para que todo gravite en torno al drama, dejándole fluir suspendido como una melodía dentro de la partitura de un ballet, atravesando allegros, adagios y requiems sin perder el compás ni el tono elegiaco del conjunto de la composición y permitiendo a los bailarines mantener la línea perfecta incluso tumbados en la cama de un hospital o en el regazo de su amada.
Al igual que Button, Fincher no sobrecarga ningún momento y dota a la película de un nivel de tensión que se mantiene con ligeras fluctuaciones hasta el final, sin buscar clímax rotundos, ni giros sobresaltados. Puede parecer simple, lenta y aburrida, una colección de postales bonitas con una música bonita y que incluso alguna postal esté de más, pero no es fácil encontrar la cadencia adecuada para contar una historia de este tipo sin caer en la cursilería, y más difícil aún si se le impide a su director realizar el montaje final. Así que creo que aún tiene más mérito que aceptara el reto y supiese dotar al film de la suficiente dosis de dignidad como para superar el riesgo de la ridícula sensiblería.
Se apoya para ambientar la narración en una fotografía ensoñadora a cargo de Claudio Miranda, que parece ilustrar las páginas de un cuento antiguo con recuerdos color sepia de los años 20, y en una música íntima y evocadora, que consigue remover imperceptiblemente los resortes más secretos de todo el engranaje emocional, compuesta por Alexandre Desplat, uno de los mejores compositores de bandas sonoras cargadas de sentido romanticismo, ideales para cajitas de música.
Aunque una gran parte de la producción de Hollywood se empeña en repetir el rentable y probado esquema del cuento tradicional popular, todavía quedan autores que son capaces de convertirlo en leyenda, porque el caso de Benjamin Button no será real, pero si una leyenda desarrolla una ficción sobe la base de algún acontecimiento verdadero el trasfondo de humanidad y sabiduría vital que se percibe en esta película transmite más verdad que la que se presupone a muchos documentales, y su héroe podría formar parte del destino de alguna de las mejores tragedias clásicas.
Hasta ahora Fincher había conseguido inquietarme, indisponerme, divertirme, asombrarme o descubrirme ante su talento, pero ahora también ha logrado conmoverme con esta historia y rendirme a su maestría, pues creo que un maestro es aquel que es capaz de mostrarnos aquello que aún no somos capaces de apreciar por estar demasiado oculto o ser demasiado evidente, y que en última instancia, nos enseña a pensar por nosotros mismos y en el caso del cine a soñar con los demás.